Desafiando la gravedad

Alla Jilobokov • 21 de julio de 2020










Desafiando la gravedad







P or un golpe de la suerte mi oficio se ha vuelto más entretenido de un día para otro. 

Durante tanto tiempo miraba las cortinas cerradas, espacios callados, fregaderos de la cocina llenos de platos sucios, abandonados en la carrera mañanera, los dormitorios con las camas desarregladas y alguno que otro perro aburrido viendo con desdén a un objeto extraño bajar por una cuerda y quedar colgado fuera de su ventana. La mayoría de los habitantes caninos y felinos están muy acostumbrados a mis apariciones y desapariciones. Uno que otro, nuevo, de vez en cuando se pone nervioso, pero al rato se acostumbran a mi presencia no entrometida.


Antes de la pandemia solía presentarme al trabajo y salir a arriesgar mi vida como de costumbre. Ahora con la cuarentena y distanciamiento social, como lo llaman los periódicos para ponerle un término intelectual, el panal está lleno a reventar. Todas las abejitas en sus celdillas, apiñadas y no muy contentas, como puedo observar desde mi perspectiva aérea. Sobre todo, cuando de pronto me les manifiesto sorpresivamente como el hombre araña. Esta gente ni idea tenía de que las ventanas no se limpian solas.


Al empezar no más mi jornada, bajé por un apartamento que he visto vacío y muy ordenado por años. Empecé a aplicar jabón cuando salió una doncella hermosa del baño con el paño amarrado en la cabeza y los ojos en la pantalla del teléfono. Las cortinas abiertas de par en par sin precaución alguna. La única prenda que traía puesta la señorita era el paño que le sostenía el pelo. Muy linda escena, casi dejé caer el jabón y la esponja de la impresión. Apenas me vio, pegó tal grito que le hizo competencia a la alarma de incendio del edificio. Yo en cambio, muy sereno y ecuánime, la saludé con mi mejor sonrisa, sequé su ventana y desaparecí como si nunca hubiera estado allí. 


Seguí al ventanal de al lado y vi a una señora muy mayor sentada en la mecedora con el gato pardo en los regazos, vestida y arreglada como para salir. La fuerza de la costumbre. Su carita arrugada como una pasa, con sus polvos y colorete bien puestos, anteojos en la nariz y televisor a todo volumen al frente. Su novela favorita en pleno drama y ella bien dormida sin darse cuenta ni de la novela ni de mi presencia. Al menos la visité en sus sueños. Limpié su ventana muy callandito, para no interrumpir su cita con Morfeo, saludé al gato y me desvanecí. 


Iba a trasladarme hacia la derecha, pero oí unas voces pasadas de tono a la izquierda y sentí el deber de ver si a lo mejor la ventana estaba muy sucia. Llegué y me topé de frente con una pareja de jóvenes en lo mejor de una conversación shakesperiana, con lágrimas y gesticulaciones al mejor estilo de Stanislavski. Se voltearon los dos al mismo tiempo hacia la ventana.


-¿Esto qué es?


-¿Y yo cómo lo voy a saber? ¡Acaso soy el encargado del mantenimiento de este edificio! ¡Faltaba más!


-Tienes razón. Perdón. No viene al caso. Solo me sorprendió. ¿Vas a querer aquel café, según vos rechinado, sí o no? Puedo hacer uno fresco, no me cuesta nada. 


-No, no te preocupes. Creo que exageré.


Les limpié la ventana para ponerlos aún más contentos. 


Y ahora sí me fui para la derecha y más abajo. Vi a un niño sentado en la alfombra de la sala, cerca de la ventana. Pasaba su dedito por el cristal siguiendo a un bicho, su pequeño rostro ausente. Agarré un poco de espuma del balde con agua jabonada que siempre llevo colgado de mi cintura y me puse un sombrero, bigote y barba hechos de las burbujas blancas. Le dibujé una carota feliz en la ventana con la misma espuma. El niñito me sonrió y se fue corriendo a traer algo. Volvió enseguida con unas hojas de papel de pintar y un puño de lápices de colores. Se tiró de panza en la alfombra y se puso a dibujar entusiasmado. Cuando había terminado de limpiar su ventana, vi en la hoja de papel a un ser fantasmagórico con alas de águila dentro de un cuadrado. Creo que la madre del niño se va a romper la cabeza indagando de dónde ha salido tal fantasía. ¡Los niños y su capacidad de ver lo invisible!


Apenas bajé  al siguiente piso, quedé nariz con nariz con la cara perpleja de un mechudo. Me peló los ojos como platillos voladores y se persignó del susto. Parecía que en su vida había visto un ángel bajar del cielo. Me sonrió tratando de no parecer sorprendido y se hundió en su computadora. Mientras yo hacía lo que me correspondía con su ventana, él, un poco despeinado, subía y bajaba los ojos llenos de neblina. Estaba presente pero no en cuerpo y espíritu. No paraba de escribir algo, sus dedos volaban sobre el teclado. Sonreía él solo, empezaba a escribir más rápido, paraba, me miraba a mí de nuevo, pero creo que no me veía. Su mirada me traspasaba como si fuera yo hecho del mismo cristal de la ventana. Y volvía a escribir algo, presuroso. Y volvía a sonreír solito. Se parece a Pushkin, pensé. A lo mejor irá a escribir algo sobre mí. Apareceré en su novela o poesía, no como un simple empleado de la compañía de limpieza, sino como un superhéroe que anda mirando por las ventanas y salvando al mundo de la pandemia y del aburrimiento. O a lo mejor como un ángel guardián de alas invisibles que baja del cielo para ayudar a los buenos. 


¿Quién seré yo para juzgar quién es bueno y quién no? Solo hago mi trabajo.

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