Teoría de la Relatividad
Abrí los ojos. Con un esfuerzo. De inmediato tuve el leve presentimiento de que era más tarde de la hora en que normalmente suele sonar mi despertador. Lo tenía programado todos los días a las 6 am con una suave melodía de música clásica. Nunca he soportado despertarme de golpe con el sonido sintético de los teléfonos inteligentes.
“Muy extraño—pensé aún despreocupada—. ¿Se habrá desprogramado?”
No le di mucha importancia. Igual me arrastré de debajo de las cobijas tibias para saludar un nuevo día, según yo. Tocaba yoga. Me dirigí a la cocina por un vaso de agua y me embutí en mi ropa de ejercicio. Encendí el incienso, a ver si acaso un buen chi empezaba a fluir por fin. Todo estaba listo. Solo faltaba lo más importante. Poner mi música favorita. Con el gesto rutinario alcancé mi teléfono inteligente para conectar el playlist de yoga al parlante.
“Hmmm”.
El app de mi música no estaba en el teléfono. Empecé a comprender por qué no había sonado la alarma en la mañana.
—¡¡¡Fabiola!! ! —grité a todo galillo—. ¿Me borraste el app de Apple Music de mi teléfono? —le pregunté a mi hija adolescente con la dulzura de un asesino en serie.
“Calma, no pasa nada—me dije a mí misma—. No es una catástrofe. Hay muchas opciones para poner la música”.
Con la calma de un ojo de huracán empecé a buscar app tras app de música.
“Hmmm”. Esto estaba empezando a ponerse extraño.
Me senté sobre la mesa de la cocina. Coloqué mi teléfono enfrente y comencé a hipnotizarlo con la mirada, golpeando al mismo tiempo la mesa con mis uñas. El teléfono no se dejaba manipular. Resistía estoicamente, seguía muy tranquilo, mirándome desafiante con su pantalla inteligente como preguntando: “¿Qué puedo hacer por ti?”
—Siri, open music app (abre un app de música) —le pido a mi vieja amiga Siri.
—I don’t understate what are you taking about (no entiendo de qué me habla). I don’t recognize this word (no conozco esa palabra). Would you like me to look it up for you? (¿Le gustaría que la busque? —me contesta la gran tonta de Siri con su vocecita perfectamente afinada y melosa.
—¡¡¡Fabiola!!! Creo que me hackearon el teléfono o algo así. No tengo nada de música. ¿Sabes algo?
Fabiola sale de su cuarto con un ojo abierto y el pelo parado.
—No entiendo —me dice—. ¿Por qué tienes que pegar gritos a esta hora de la madrugada?
—Son las 9 am, cariño.
—Eso digo, la madrugada—contesta mi hija volteando los ojos—. ¿Qué pasa?
—Me hackearon el teléfono. Se me ha desaparecido toda mi música.
—¿Toda qué?
—¿Cómo que qué? ¡La mú-si-ca! ¿Estás dormida? ¿A qué hora te acostaste?
—Es irrelevante para el problema que tienes —me contesta la insolent.—. ¿Mu… qué? ¿Qué demonios es esto?
—¿Cuántas cervezas te tomaste ayer?
—Eso tampoco es relevante para la solución de tu problema —me contesta la nerd que estudia matemática pura—. Estuve estudiando hasta tarde con mis compañeros por Zoom.
—Bueno, entonces concéntrate. Mú-si-ca. Music. Музыка. ¿En qué idioma quieres que te lo diga? Notas. La-la-la-la. Violín. ¿Algo de eso te suena familiar?
—No —me dice Fabiola con voz muy tranquila y me miró como a alguien que se acaba de escapar de un asilo de locos.
Me voy corriendo, tropezándome con unos zapatos de Fabiola tirados sin cuidado como de costumbre, a su cuarto para sacar su violín. Busco el estuche pero no logro verlo por ningún lado.
—¿Dónde está tu violín? —le pregunto empezando a asustarme en serio.
—¿Mi qué? —me contesta Fabiola esta vez con un poco de preocupación en su rostro, como empezando a despertarse.
—¿Cómo mi qué? Tu artefacto de madera que nos costó más que mi carro. ¿Qué lo has hecho? —a lo largo de esta pregunta mi voz se había transformado en el chillido espantoso de un tren desenfrenado cuesta abajo.
Fabiola seguía mirándome sin entender.
Tapé mi cara con las manos. Nunca me ha gustado el drama. Luego bajé las manos. Con un esfuerzo casi sobrenatural fingí una sonrisa. Luego tomé tres respiraciones profundas y me dirigí a la cocina donde se encontraba nuestra ama de llaves. Por un vaso de agua helada, según yo.
—Teodora, ¿qué tipo de música le gusta?
—¿Señora? —Teodora me miró sin ninguna sorpresa, con la calma de un mamut en apareo. Estaba muy acostumbrada a salir en mi rescate en los momentos sublimes cuando se me cruzan los cables con los cinco idiomas que domino.
—¿Qué tipo de música le gusta?
—Ammm. Creo que de pollo —me contestó Theodora con mucho cuidado.
—¿De pollo? ¿En serio?
—Pues sí, la carne me cae un poco pesada. ¿Y eso, lo que usted dijo, de pescado supongo estaría raro, o no? —siguió Teo mirándome de reojo con cara de “yo no fui”.
—¿Tiene alguna idea de lo que le hablo?
—No, señora. Creí que era aquella comida que usted a veces pide por Uber del restaurante hindú.
—No, no es muzaka. Múuuuuusica.
Traté de recordar alguna canción favorita para tararearles a las dos. Pero, como suele suceder cuando uno más lo necesita, mi mente quedó en blanco. Una canción de Alejandro Fernández me vino a la mente junto con los recuerdos de su concierto en vivo. Yo con mis mejores amigas en tercera fila de VIP, pegando gritos a todo galillo, ronca, a punto de tirarle mi ropa interior de Victoria Secret a Alejandro de recuerdo, siguiendo el mal ejemplo de una señorita sentada a mi derecha. Sacudí la cabeza despejando el recuerdo vergonzoso y empecé:
—Máaaaaaatelas, con una sobredosis de cariño. Máaaaaatelas —expulsé a todo el volumen que me permitían mis cuerdas vocales a aquella hora de la madrugada, según Fabiola.
Fabiola y Teodora me miraron con las bocas abiertas.
—¿Wow, y eso qué fue? ¿Algún tipo de ejercicio de yoga para la garganta?
—Pues no. Esto es música. Es una canción. O sea, cuando un poema se expresa de una forma diferente, combinado con unos sonidos producidos por las cuerdas vocales —les expliqué con una seriedad de catedrático, sintiéndome como la Siri en vida real.
—Wow, ma —me dijo Fabiola—. Creo que podrías empezar a hacer unos videos en Tik-tok y hacerte famosa. En serio esto que acabas de hacer está genial. Nunca he visto nada parecido en mi vida. Vas a tener millones de seguidores en un día, te lo apuesto. ¿Puedes hacer alguna de esas cosas más? ¿Cómo es que se llaman? ¿Calzones? ¡¡¡Nos vamos a hacer ricas!!! Al fin.
—¿Qué es Tik-Tok?—le pregunté cansada.
—Es un canal en las redes sociales donde la gente hace todo de tipo de cosas raras. Recitan poesías, leen cuentos, hacen acrobacias, enseñan ejercicios nuevos, trucos de magia o cualquier cosa diferente que inventen.
Me di por vencida con estas dos aún dudando si se habían puesto de acuerdo para tomarme el pelo. Me dirigí hacia mi oficina donde estaba mi computador. Puse “música” en buscador de “Google”. Lo que me salió entonces me dejó perpleja.
“Música-una forma de expresión de la creatividad del ser humano. Existió durante muchos siglos pero se ha extinguido hace unos 100 años…”
No pude creer lo que acababa de leer. Seguí…
“En el 2020 empezó una pandemia mundial a causa de un virus de origen desconocido… La campaña del miedo… La población encerrada en sus casas por años… Se cancelaron todos los eventos masivos, conciertos, festivales… Los artistas se rebelaron protestando… Las protestas fueron insostenibles… Se produjeron disturbios que resultaron en muertes violentas… La población mundial perdió la cordura por el encierro, salió a las calles cantando y bailando… Los gobiernos de diferentes países empezaron a prohibir todo tipo de reproducción y práctica de la música para evitar posibles actos de violencia…”
—¿Fabi, en qué año estamos? —le pregunté a mi hija con voz que con costos logró atravesar la garganta.
—¿Dijiste algo, ma?
—¿En qué año estamos, cariño? — volví a preguntarle esta vez lo más casual posible para no alarmarla. Esa pregunta podría ser tramposa. No es lo más normal que uno pregunte algo así, así de la nada.
—2120. ¿Por qué? —me contestó suspicaz—. ¿Estás bien, ma?
—Sí —le contesté sintiendo que el nervio debajo de mi ojo derecho empezó a brincar—. No importa. ¿Qué dicen los periódicos el día glorioso de hoy? —le pregunté a Teodora entrando a la cocina con una sonrisa de oreja a oreja, ella estaba bien plantada con una taza de café y un iPad enfrente.
—Ay, pues, esto está preocupante, mi señora. En Singapur han descubierto un virus extraño. Dicen que no hay por qué preocuparse. Lo van a controlar. Pero no tienen ni la más remota idea de dónde viene y se está esparciendo bien rápido. Dicen que se transmite por la mirada. Te vuelve a ver una persona enferma y ya está. El índice de mortalidad es de 0.0001%. Dios mío, hay que tener mucho cuidado. Está peligroso.
—¿Cuáles son los síntomas? —le pregunté a Teo acercándome a ella para darle una ojeada al artículo que me sonaba dolorosamente conocido.
—Pues, ni saben bien aún. Algunas personas sí han muerto ya. A otros les da por producir sonidos extraños con la garganta—Teodora y Fabiola ambas me miraron de reojo lo cual me perturbó un poco.
—No me miren así. No he viajado a Singapur ni he tenido contacto con alguien de allá. ¡Pues, que nos dé a todos ese virus! A ver si acaso.
—Ay, señora. Dios libre. ¿Y si nos morimos? —Teodora empezó a persignarse.
“Pues me moriré al menos cantando y bailando”, pensé, pero procuré no decir nada.
Al día siguiente me despertó el sonido de la sonata de Mozart de mi teléfono inteligente. Me incorporé de golpe, quité las cobijas y corrí hacia el aparato que hasta que brincaba de la emoción. Efectivamente estaba sonando la bien conocida sonata.
—¡¡¡Jesús, qué susto!!!—bajé a la banca al pie de mi cama en alivio súbito.
—¡¡¡Maaaaa!!!—el grito de Fabiola me hizo brincar, casi me caigo de la banca. A estas horas de la mañana me pareció muy sospechoso.
—¿Dónde está mi raqueta de tenis? Quedé de ir a jugar con Vero —vociferó mi hija apareciendo despeinada en el umbral de mi dormitorio.
La miro sin entender, parpadeando sin parar y con el nervio brincando debajo de mi ojo derecho.
—¿Tu qué de qué? —le pregunto con la leve inquietud de que de algo me he perdido una vez más, sin ganas de preguntar en que año nos encontramos esta vez, ni de ir a buscar mi tapete de yoga…